martes, 3 de marzo de 2009

El perdón inmerecido

Hace ya muchos años, creo que fue poco después de que los españoles conquistaran América, bueno, cuando todavía estaban en ello (aunque no estoy muy segura), en una tribu india empezó a faltar sal. El robo de tal importante alimento empezó a inquietar a la multitud ya que la sal era un imprescindible conservante: gracias a la sal podían mantener en perfecto estado la mayoría de los alimentos. Así que empezaron a investigar quien era el ladrón inspeccionando en busca de sal en todas y cada una de las tiendas. Cuál fue la sorpresa de toda la tribu al descubrir que el ladrón era una ladrona: la sal se encontraba nada menos que la mismísima tienda de la madre del Gran Jefe. Pero no por ser la madre del jefe se iba a quedar sin castigo, ni siquiera se le iba a imponer un castigo más pequeño. Fue fijada una fecha y ese día arrastraron, he de mencionar que sin gran dificultad, a la mujer hasta un palo, el cual era rodeado por todas las tiendas de la tribu, para atarla y empezar con el castigo: azotarla con látigos. Prepararon las armas, pero antes de que el primer latigazo tocara la piel de la anciana alguien tuvo compasión por ella y se puso delante, para recibir el latigazo en su lugar: su hijo, el jefe de la tribu.

También Jesús ha hecho lo mismo por nosotros al morir en la cruz en nuestro lugar. De hecho, recuerdo una canción que describe muy bien eso:

Su sangre me redimió para darme la luz y la paz,

Su vida se derramo, por mi maldad se entregó.

SU AMOR INCONDICIONAL ME ABRAZÓ CON DOLOR Y PASIÓN.

Mi vida te entregaré mi canto levantaré:

Alabanza y honor, poder y gloria

al Cordero de Dios, al León de Judá

al Único digno de gloria

Jesucristo mi Rey y Señor.

La verdad es que se me ponen los pelos de punta al imaginarme a Jesús muriendo por mi, que no me lo merezco en absoluto. Sí, un hombre sin mancha, sin pecado, dio su vida para salvarnos y se me encoge el corazón al pensar que hay gente que no se lo agradece, peor aún, que desprecia lo que Él ha hecho por nosotros: dar su vida, perdonarnos antes de habernos equivocado, ponerse delante para recibir el latigazo que iba dirigido a nosotros.

Hay veces que piensas que alguien te ha hecho tanto daño que no merece tu perdón, que ha echo algo tan malo que no merece que se le perdone. Pero recuerda el ejemplo que Jesús nos ha dado:
Jesús perdonó a los que lo mataron, Dios perdonó a los que mataron a su hijo. Dios a perdonado TÚ pecado, que mató a su hijo, te ha perdonado a ti, después de matar a Jesús. Y es que indirectamente todos somos culpables de esa muerte, pero Él nos ha perdonado a todos nosotros que hemos decidido aceptar ese perdón inmerecido y seguirle.

lunes, 2 de marzo de 2009

La agitación del viento

Los días pasan… cuales hojas marchitas arrastradas por el viento son llevados al oscuro rincón de la memoria, el viento juega travieso formando remolinos con ellas, entremezclándolas, para después dejarlas allí... perdidas, olvidadas.

En ocasiones, alguna de aquellas hojas arrastrada fuera del torbellino, es llevada misteriosamente a la luz de nuestra conciencia, la alegría brota entonces iluminando nuestro rostro, y tontamente pensamos: ¡ojala todos los días fueran como este!

Otras hojas sin embargo… nos golpean tan fuerte, tan repentinamente que la angustia y la tristeza acaba dominándonos, entonces nos preguntamos: ¿para que lo habré recordado?

Yo quisiera borrar de nuestra memoria esos días aciagos donde el pesar y el dolor, como cuchillo acerado dejo una huella profunda en nuestros corazones, trasformando la alegría de vivir en tristeza y desesperanza. Si pudiéramos tan solo recordar aquellos días hermosos y felices, si pudiéramos con un golpe de voluntad, elegir recordar tan solo lo bueno, lo grato, lo feliz, lo hermoso, si pudiéramos…

Si pudiéramos elegir… si tuviéramos la respuesta de antemano, si supiéramos cual es la dirección correcta, si conociéramos el final que nos espera, si no nos equivocáramos nunca… entonces: ¿Qué seriamos?

Sin duda no lo que somos, y aun así, la vida seguiría golpeándonos y desgarrando nuestros corazones con el acerado cuchillo del dolor y la desesperanza. Pero no somos amos, no somos señores, ni siquiera somos fuertes, sin embargo… mas allá de lo que somos o de lo que fuimos, aún mas allá de lo que podamos ser… cuando reconocemos nuestra incapacidad, nuestra tremenda bancarrota espiritual, cuando aceptamos el regalo de gracia que Dios nos ofrece, esa desesperante realidad es transformada en una sublime esperanza, la cual no depende de los días pasados, aquellas hojas marchitas escondidas por el viento.




Jose Manuel Casas